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Diario YA


 

BENEDICTO XVI:

EL INTELECTUAL QUE SIENDO PROFESOR, PASTOR, SACERDOTE, OBISPO Y PAPA SUPO CONFORMAR LA FE CON EL MUNDO ACTUAL

PEDRO SÁEZ MARTÍNEZ DE UBAGO

“La fe va más allá de los simples datos empíricos o históricos, y es capaz de captar el misterio de la persona de Cristo en su profundidad”. [Benedicto XVI, Homilía del domingo, 21 de agosto de 2011].

Esta sentencia es una de las muchas que pueden condensar el pensamiento de uno de los grandes personajes del último siglo  que, este  31 de diciembre, cuya vida se apagaba y se cerraron también los ojos de este mundo de cuando se cerraban el año 2022 y la Puerta santa de la catedral de Santiago de Compostela: Joseph Aloisius Ratzinger  para el siglo, y para la Iglesia el papa que reinó felizmente como Benedicto XVI.
De este hombre menudo, de penetrante y escrutadora mirada, excepcional delicadeza, extraordinario intelecto y longeva vida (Marktl, Alta Baviera, 16 de abril de 1927- Ciudad del Vaticano, 31 de diciembre de 2022) se puede decir que ha sido todo lo que un católico puede ser y que, cerrados los ojos al mundo, los ha abierto finalmente para contemplar el rostro de Dios, a Quien, en sus múltiples facetas, dedicó su fructífera existencia.
Benedicto XVI, fue desde siempre un firme paladín de la verdad objetiva y un azote del relativismo, en la convulsa época de laicismo que le tocó vivir. Y durante la que, como sabio, asustado por las consecuencias de Mayo del 68, así como de la confusión sembrada en él, previó las consecuencias de ambos, y supo evolucionar desde sus iniciales posturas conciliares progresistas a ese famoso apodo de “rottweiler de Dios”. Salvaguarda de la FE que ejerció tanto desde la cátedra, con su enorme y mundialmente reconocido prestigio académico y rigor intelectual, como con la autoridad docente y pastoral que desempeñó en los diversos momentos de su larga y fecunda carrera eclesiástica, donde en todo momento, y fiel a la doctrina tomista nunca ha dejado de hacer compatibles los, para no pocos excluyentes, conceptos de Fe y Razón.
Así lo hizo en su ingreso como profesor en la Universidad de Bonn en 1959, cuya conferencia inaugural fue acerca de "El Dios de la fe y el Dios de la filosofía"; y así lo dejaba escrito, hace poco más de un año en Porta Fidei, motu proprio de 11 de octubre de 2011, con el que convocó el Año de la Fe: “La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos. Como afirma san Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo» […] Por otra parte, no podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan con sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo. Esta búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque lleva a las personas por el camino que conduce al misterio de Dios. La misma razón del hombre, en efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo que vale y permanece siempre». Esta exigencia constituye una invitación permanente, inscrita indeleblemente en el corazón humano, a ponerse en camino para encontrar a Aquel que no buscaríamos si no hubiera ya venido. La fe nos invita y nos abre totalmente a este encuentro”.
Joseph Ratzinger fue, ante todo y sobre todo un teólogo y filósofo de primera línea que no ignora que, si la  filosofía es una ciencia de especie única, porque mientras las demás ciencias se ocupan de un solo aspecto de la realidad (son particulares en su objeto), la filosofía mira a la realidad como tal, intentando entender el significado último de la realidad del ser, de la existencia, de la vida, tratando de obtener las explicaciones últimas, las causas últimas o primeros principios de la realidad; la teología es el uso de la razón iluminada por la fe para tratar de entender mejor aquello que creemos. Ahora bien, como Dios, que es la felicidad última del hombre y explicación última del significado del mundo, forma parte del contenido de las explicaciones o causas últimas de toda la realidad. Por tanto, al aceptar la revelación divina poseemos una sabiduría muy superior a la filosofía, que sólo es una sabiduría natural. Pero la razón la seguimos usando para profundizar en el entendimiento de la revelación divina, y así, aunque el conocimiento por fe es superior al que podamos adquirir por la sola razón, la fe no sustituye a la razón, sino que está en continuidad con ella.
Es decir, la razón es elevada por la fe, y esto es exactamente lo que hace la teología con la filosofía. La filosofía es producto de la sola razón, la teología es producto de la razón iluminada por la fe. La teología ayuda, eleva y da mayor profundidad a la filosofía. Esta filosofía iluminada por la teología (la razón iluminada por la fe), la contemplación y estudio de la creación entera “sub ratione Deitadis” es capaz de ver las explicaciones internas de la realidad con una luz mucho más clara: la luz de la fe. Pero esto también significa que la teología utiliza la filosofía. Así como la fe es dada a la razón, hay que usar la razón para aceptar esa fe. Decimos que la fe es sobrenatural y libre: libre porque no estamos obligados a creer. Además es razonable porque encaja a la perfección con la razón; está ajustada a la razón. Si fuera de otra manera no constituiría una "revelación", no nos revelaría nada.
Y, como la Fe es “una virtud sobrenatural por la que, con la inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos que las cosas que Él ha revelado son verdaderas, no por la intrínseca verdad de las cosas percibida con la luz natural de la razón, sino por la autoridad, del mismo Dios que revela, el cual no puede engañarse ni engañarnos” (Dei Filius, 3), se hace evidente que siendo Dios absoluto, eterno e inmutable, la Verdad que Él nos revela ha de serlo de igual manera.
Por ello, no se puede creer en Dios, en Su revelación, sin creer necesariamente en una verdad objetiva. Es decir, un contenido de los conocimientos humanos que no depende de la voluntad ni de los deseos del sujeto, porque no se construye según la voluntad o el deseo de los hombres, sino que se determina por el contenido del objeto reflejado, y ello condiciona su objetividad. Objetividad de la Verdad que debe La orientarse y esgrimirse contra toda clase de concepciones subjetivas idealistas de la verdad, según las cuales ésta es construida por el hombre, es resultado de un acuerdo entre los hombres, es decir de un positivismo o relativismo sociológico.
Así, pese a que sus principios agnósticos e inmanentistas influyeran negativamente en la Ética posterior, Kant, vino en descubrir una especie de modo concreto para alcanzar la verdad en la “práctica”, de forma que la vida moral –y la moral transciende a la ética, que es individual- que hacía de la “vida moral” un camino para demostrar la existencia de algunas verdades que se escapaban a la “razón teórica”.
En realidad, aunque formulado de otra manera, en la crisis ideológica del siglo XIX, no es un planteamiento que no estuviera ya en la doctrina católica, según lo expresó Tomás de Aquino en De Veritate ( 14, 11, 1): “Si alguno, llevado por la razón natural, se conduce de tal modo que practica el bien y huye del mal, hay que tener como cosa ciertísima que Dios le revelará, por una interna inspiración, las cosas que hay que creer necesariamente o le enviará un predicador de la fe, como envió a San Pedro a Cornelio” .
Esta unión de la fe y las obras, lo que puede denominarse unidad de vida, y que alcanza la plenitud evangélica en las bienaventuranzas del Sermón de la Montaña, es también la gran obra que, a lo largo de su fecunda vida intelectual y pastoral, ha dado coherencia y unidad a estos 95 años de vida de Joseph Ratzinger, quien, en su último año de pontificado, nos ha dejó escrito: “El Año de la fe será también una buena oportunidad para intensificar el testimonio de la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas es la caridad» (1 Co 13, 13). Con palabras aún más fuertes —que siempre atañen a los cristianos—, el apóstol Santiago dice: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento diario y alguno de vosotros les dice: “Id en paz, abrigaos y saciaos”, pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no se tienen obras, está muerta por dentro” (Porta Fidei, 14).
Pero, como profesor de Filosofía y Teología, como obispo y como papa, en esta última etapa, desde su elección como Romano Pontífice, pasando por su renuncia al Ministerio petrino, hasta su último suspiro, Benedicto XVI, dejó nos dejó constancia de su fe de gigante, particularmente en su ejercicio, que la humildad y la caridad. Dos virtudes que espero y deseo que muy pronto, quienes puedan atestiguarlo mejor que yo, por haberle tratado, y las que tengan la autoridad de declararlo así, lleguen a reconocerlo. De ello voy a dar unos pocos ejemplos:
Desde el balcón de la Logia de las bendiciones, se dirigió a los fieles diciendo: “Después del gran Papa, Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido a mí, un sencillo, humilde, trabajador en la viña del Señor.Me consuela el hecho de que el Señor sabe trabajar  y actuar incluso con instrumentos insuficientes, y sobretodo me encomiendo a vuestras oraciones.
Esta humildad se volvió a ver pocos días después, en la homilía en la misa de inicio solemne de su pontificado, declaraba: “Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia”.
En sus palabras de renuncia, con las que yo creo que sorprendió al mundo, confundiendo, incluso a los cardenales presentes en el consistorio, que vergonzosamente no sabían latín, deja claras su humildad y su caridad: “Quapropter bene conscius ponderis huius actus plena libertate declaro me ministerio Episcopi Romae, Successoris Sancti Petri, mihi per manus Cardinalium die 19 aprilis MMV commissum renuntiare”. Según la traducción oficial de El Vaticano [“Bien consciente de la seriedad de este acto, con total libertad declaro que renuncio al ministerio del Obispo de Roma, sucesor de San Pedro, confiado a mí por los cardenales el 19 de abril del 2005]. Conjuntamente, con humildad había explicado que ya no tenía fuerzas para servir a la Iglesia. Doble testimonio de un papa que, libremente, tras llevarlo a la oración, declaró su falta de fuerzas y obró, en consecuencia, con el amor que debía a la Iglesia, que en ocasiones anteriores había dicho que no era ni suya ni de nadie, salvo de Dios. Aquí volvía a predicar con el ejemplo de la enseñanza que él había dado sobre que “La bondad implica también la capacidad de decir <NO>”
Poco después, ya en Castelgandolfo, se dirigía a quienes habían ido a despedirle con estas palabras: “Gracias por vuestra amistad y vuestro afecto. Me despido del mundo. Ahora soy sólo un peregrino”.
Tras la elección del actual obispo de Roma, a quien, antes de ello había declarado su fidelidad y obediencia, fuera quien fuera, el ya Papa Emérito se retiró al monasterio Mater Ecclesiae, una clausura dentro de los límites del Vaticano, donde pasó sus últimos años, dedicado a la contemplación, la meditación, el estudio y la oración por la Iglesia.
Hablar de toda la obra, de toda la enseñanza, oral o escrita, desde roma o en sus viajes, de sus esfuerzos por la paz y la comprensión, tanto en conflictos bélicos como en disputas religiosas, de su vibrante europeísmo, es algo que merece un estudio más profundo, inabarcable en un humilde artículo de aficionado y sí digno del estudio prolijo y minucioso de los expertos. Pero, ya terminando, haré un apunte sobre el nombre que él eligió como Papa: Benedicto. Un nombre con una doble alusión, a Benedicto XV, papa pacificador del periodo de entreguerras de 1914 a 1922; y a San Benito de Nursia, padre del monacato occidental. Y con ambos fue fiel, así antes de su clausura, con sus intentos mediadores, así tras su renuncia e ingreso en el monasterio donde fue fiel al lema benedictino “ORA ET LABORA.
Por último, considero imprescindible aludir a su amor por España, que visitó en tres ocasiones en sus ocho años de pontificado. Una como peregrino a Santiago, desde donde se hizo eco de unas preciosas palabras de su predecesor, San Juan Pablo II, pletóricas de espíritu evangelizador y europeísta, y toda una alabanza a la obra evangelizadora de nuestra Patria. Y otra, menos conocidas, en su rueda de prensa en el avión, tras las Jornadas Mundiales de la Juventud de 2011, que tuvieron lugar en Madrid. En esa rueda de prensa, Benedicto XVI declaró: “España es una gran nación que, en una convivencia sanamente abierta, plural y respetuosa, sabe y puede progresar sin renunciar a su alma profundamente religiosa y católica”.
DESCANSE EN PAZ BENEDICTO XVI, y oremos por verle pronto no sólo en el número de los santos, sino también en del de los Doctores de la Iglesia.

 

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